El tonto de la colina
como lo conocía mucha gente de su alrededor, era una persona mayor que vivía en
las orillas del pueblo y le encantaba hacer largas caminatas por el bosque,
subir hasta lo más alto de la colina para meditar en soledad, y escuchar los
secretos del silencio. El silencio que huyo de la ciudad hacia los lugares
apartados para ser escuchado por las aves, por los animales silvestres y por
los árboles; por esa explicación y otras más lo llamaban el loco de la
colina.
Disfrutaba de los
riachuelos, respetaba los matorrales espinosos, se extasiaba con los perfumes de las flores silvestres,
conversaba con los árboles, los abrazaba, apreciaba cualquier manifestación de
vida silvestre y animal, observaba por largo tiempo a los insectos, a las aves,
amaba todas las expresiones de la
naturaleza porque veía inteligencia, magia, el espíritu de Dios estaba en todas
las cosas porque eran señal de la creación divina, y se regocijaba al sentirse
también parte de la creación del Todopoderoso, se sentía parte del paisaje,
unido con el bosque, se conectaba de una forma espiritual que nadie comprendía.
Le gustaba descubrir
nuevos caminos, asombrarse de los nuevos amaneceres, encontrarse con la oruga
que buscó un lugar seguro para realizar su transformación, a la araña tejiendo
su hermosa y sofisticada telaraña, mojarse la cara con el agua cristalina del
río, no dejaba de sorprenderse por la difícil tarea del salmón al poner sus huevos.
Le encantaba llegar hasta la colina por diferentes
caminos, algunos peligrosos, con sus pendientes que escalar, algunos matorrales
espesos, veredas muy estrechas, acantilados de hermosos paisajes, que lo
invitaban a la meditación, a la conversación sabia consigo mismo, a deleitarse
mirando el hermoso cielo azul con blancas nubes con figuras caprichosas que se
transforman con el viento refrescante, que hace estremecer las copas de los árboles. Y no solo
visitaba la misma colina, sino descubría
nuevas montañas, buscando siempre la más
alta.
Miraba desde lo alto de la colina las ciudades y sus
casas pintadas de colores tristes, entre
nubes grises de smog, de infelicidad y tristeza. Todo en la ciudad corre a una
velocidad estrepitosa, mientras en el bosque no ha cambiado nada en cien años,
y en la ciudad han pasado miles de cosas inimaginables en los últimos 100 años,
ni el plano celestial ha cambiado en los últimos mil años. Si mi tatarabuelo
volviera a nacer hoy en día, y pudiera ver los avances de la humanidad, se
volvería a morir de terror. En las ciudades todo mundo corre por tener más de
lo nuevo y mejor, una nueva casa, un nuevo coche, nuevos aparatos electrónicos
y tecnológicos, que les provean de felicidad, nuevas distracciones, nuevas
adicciones, nuevas enfermedades, nuevos conflictos, cada vez dejan de ser más
humanos y se transforman en zombis, robots, hipnotizados por el consumismo de
las cosas materiales. Se están olvidando que son seres divinos, seres
espirituales viviendo una experiencia humana, son inmortales y eternos, que en
su interior pueden encontrar su felicidad, su motivo de vivir, sus respuestas a
sus dudas y temores, su libertad, su grandeza a Dios, y no hace falta buscar la
felicidad en otras cosas externas.
Los problemas surgen
como una plaga incontrolable, los envuelven y contagian de sentimientos de
tristeza, odio, envidias, su felicidad se ve empañada por los conflictos de
pareja, de familia, por el padre ausente, la madre posesiva, el vecino amargado, o envidioso, el que no le
regresó el saludo, el jefe prepotente, condenando y haciendo juicios al ladrón,
al policía, el político, al juez. La gente vive en un caos total, amontonada y
en soledad, sin confiar en nadie, se sienten solos. Y pensaba yo: -“ Y él, el tonto de la colina que está solo en la colina, se siente acompañado por
Dios, por los rayos del sol, a veces se
acompaña de la lluvia que lo refresca y la compañía de las mariposas que le hacen
cosquillas, por los ciervos, las ardillas y se acompaña él mismo con quien platica, y tiene las conversaciones más
inteligentes e interesantes consigo mismo, su yo interno, su niño interior, con
los ángeles, con el espíritu santo, con Jesús, siempre tiene con quien hablar.
Fueron varias las ocasiones que le
sorprendieron hermosos atardeceres, con radiantes puestas de sol y en minutos
observaba como el sol cerraba sus ojos
luminosos para dar paso a las estrellas,
al manto de oscuridad, a las aves
nocturnas, escuchar los grillos que le
cantan a la luna y que lo motivan a descansar y a vivir una nueva aventura, nuevos desafíos nuevos motivos para estar
vivo, agradecido por ser especial para Dios, que le permite ver, escuchar, sentir y disfrutar de sus mas hermosos regalos que un día hizo para
la humanidad, pero que se han olvidado de ellos.
Mirar el cielo
estrellado, mirar al pueblo de noche con miles de lucecitas; cuantos miles de
estrellas, cuantos miles de personas; Dios está en cada una de las estrellas, y
en las miles de personas; ¿Cuantas
estrellas habrá? No lo sé.
¿Cuántos niños, cuántos
jóvenes, cuantos adultos existirán en el pueblo? No lo sé, ¡los que sean¡ No
importa cuantos panes Dios tendrá que multiplicar para alimentarlos, ¿Cuanta
tierra tiene que sembrar, cuanta agua tiene que enviar?. Si Dios alimenta a las aves del cielo, ¿Qué no hará por sus hijos que son su más
grande amor?
En ocasiones se le veía
al Tonto de la Colina en el pueblo comprando algunos víveres y maíz para
alimentar a las palomas que se reunían en la plaza; también se reunía con niños y jóvenes para contarles
historias fascinantes e increíbles aventuras y le preguntaban cuál era el
motivo de subir solo tantas colinas y
alejarse tanto de la civilización. A lo
que él les respondía:
- Me alejo del mundo
para conocer el mundo, pues tengo que domar a dos avestruces, que son mis
temores, dos águilas, que son mi
inseguridad, a dos conejos que son mi cansancio; la serpiente de mis malos
pensamientos; la tortuga mi forma de vida
y un león que es mi ego. Tengo
que enseñar a las avestruces a no meter la cabeza en la tierra para ocultar su
miedo y frustración sino enfrentarse a
ellos, a dos águilas que pueden volar
más alto que ninguna otra ave y gozar de su total libertad; a dos conejos
flojos que siempre caminan por los mismos senderos, no buscan otros senderos; a la tortuga conformista, que no quiere salir
de su caparazón confortable y desafiar nuevos horizontes; educar a la serpiente
que sale de mi boca, que envenena el
pensamiento y en ocasiones muerde a quien no lo merece, y al león por ser tan
altivo y petulante.
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